A medida que iba ascendiendo por
esa pradera, el olor de la hierba se volvía más intenso. La luz del sol
penetraba por todas partes y apenas dibujaba sombras sobre la tierra. Estaba
sobre nosotros, quemando, con sus rayos de culpa, la piel de los mortales.
Sabía que no me podía detener,
ya aliviaría estas quemaduras más tarde. Y entonces apareció. Nuevamente el
monstruo consiguió darme alcance y plantado frente a mí, con su rostro
demacrado, clavaba su mirada en mis ojos. Tenerlo delante me causaba repugnancia
por lo que evitaba el contacto visual con él. De pronto, su mano se hundió
alrededor de mi cuello y me obligó a mirarle a los ojos, mientras las venas de mi cuello se inflamaban
y mi rostro se enrojecía. Balbuceaba algo, pero no conseguía distinguir palabra
alguna. Mi hora había llegado.
-¿Por qué? Creador.
Me
he despertado agitado por la pesadilla que acabo de tener, esa que se repite
una y otra vez. Noto cómo la almohada está húmeda por mi propio sudor y
entonces extiendo mi brazo en busca de su cuerpo, pero ella no está en la cama.
Entonces la busco por la habitación y la encuentro en el baño, con una toalla
liada en la cabeza mientras se echa crema en sus finas piernas.
Siempre
he pensado que mi esposa era una diosa griega, no he conocido a nadie con una
piel tan suave como la suya, pero sucede que cuando te acercas a una rosa
descubres sus espinas. Esa zorra merece lo que tanto tiempo he estado
anhelando. Está decidido, hoy será el día.
Me
levantaré y agarraré el cenicero que hay en el salón, me acercaré a ella por detrás y le daré un abrazo. Una
vez tenga apoyada mi barbilla sobre su clavícula le daré un beso y le susurraré
al oído:
-Buenos
días cariño, ¿cómo has dormido hoy?
Ella me dirá:
-Muy
bien cielo. Acuérdate de recoger mi vestido de la tintorería cuando vayas de
camino al despacho.
Y
cuando se gire a darme un beso y deje de mirarse en el espejo le estamparé el
cenicero, con tal fuerza que me podré deleitar viendo cómo éste se va abriendo
paso entre el hueso de su cráneo. Saldrá despedida hacia el espejo y una vez
colisione con él, miles de pequeños pedazos de cristal volarán por el baño. De
su rostro lleno de cortes emanarán pequeños hilos de sangre y, mientras yo
contemplo su cuerpo en el suelo del baño, me relameré toda la dulce sangre que
tenga por mi cara. He soñado tantas veces con su muerte que me sé de memoria
cada acontecimiento. Si, hoy será el día.
Recuerdo
el día que conocí a esa zorrita, estaba en la Berlin School of Economics &
Law para asistir a una jornada de economía que me ayudaría a completar mi tesis
y ella estaba allí, en el tercer asiento de la cuarta fila de la sala. Una
joven británica rubia, con una faldita que le llegaba por encima de sus
rodillas y con unas gafas que de vez en cuando se llevaba a la boca cuando
levantaba la mano para hacer una pregunta. El ritual era siempre el mismo:
levantaba la mano, formulaba la pregunta, el poniente la contestaba, apretaba
entonces su poli para que saliese la punta y anotaba la información en su
cuaderno de piel.
Después
de la jornada coincidí con ella en uno de los pasillos y lo que empezó como una
pregunta desinteresada para saber dónde se encontraban las listas para
inscribirse en las charlas de los próximos días acabó en una cafetería de
Berlín.
Dos
días más tarde quedamos de nuevo para vernos y así hasta que acabamos en mi
piso de estudiante sudando las sábanas. Tan sólo nos llevábamos tres años de
diferencia, ella tenía 24 años y yo 27. Era una chica dulce, inocente y extremadamente
inteligente, pero si tuviese que resaltar algo de ella era su alegría, estaba
llena de vitalidad.
Al
año siguiente nos trasladamos a California, la aseguradora de mi padre abrió
una sucursal allí y yo me convertí en el director general. Ella trabajaba
conmigo y le enseñé todo lo que necesitaba para el negocio.
El
primer mes no consiguió vender ningún seguro. No sabía cómo vender, acababa haciéndose
amiga de los clientes pero se iba con las manos vacías. Me puse a trabajar con
ella para enseñarle: a saber identificar las posibles necesidades que tenían
los clientes, a detectar puntos débiles por los que podíamos meter miedo… Por
ejemplo, a un padre de familia había que hablarle sobre qué sería de su familia
si a él le pasara algo, luego hablarle de lo que tendría que hacer su mujer
para mantener a sus hijos y para terminar, contarle el número de comidas que
podrían hacer sus hijos al día. Llegados a este punto se viene abajo y decide
comprar el seguro.
A
los pocos meses se convirtió en la mejor vendedora de la aseguradora. La
sucursal californiana se convirtió en el ejemplo a seguir. Llegó el momento de
dar un paso más y decidimos casarnos pero no queríamos que eso se resumiese en
una celebración en una iglesia. Tras meses de negociaciones, y bajo el respaldo
de la empresa de mi padre, compramos a la principal competidora de la
aseguradora. Nos convertimos en los propietarios de un gigante de las
aseguradoras. Éramos una pareja joven, triunfadora y millonaria.
Ella
me convenció en ampliar la empresa adquiriendo otras empresas pequeñas que
abarcasen otros sectores. Poco a poco nos convertimos en un grupo mercantil que
controlaba varias aseguradoras, gestorías, gabinetes de abogados… El Grupo
Siman era conocido en todo el mundo.
Tenemos
casas en más de 14 países distintos, 2 jet privados y un yate. Veraneamos en las
Islas Caimán y esquiamos en Suiza. La gente nos envidia. Cada semana salimos en
alguna revista de tendencias. Mi padre murió hace un año y ahora mismo soy el
heredero de la asesoría que tenía. Nuestros nombres salen en la lista de Forbes.
Sin duda, somos el matrimonio perfecto.
Pero
la verdad es muy distinta, somos como una de esas manzanas que brillan en los
escaparates de las tiendas de muebles. Pura fachada. Cuando la miro no veo a
esa chica que me dijo que tenía que girar a la derecha cuando viese una fuente
para beber agua. No, esa chica murió a manos de esta arpía. No tiene
misericordia ninguna, el afán por conseguir dinero la ha vuelto loca. Yo soy el
culpable de lo que es ahora, debo acabar con la abominación que he creado. Imprudentemente
prendí la llama de la existencia a algo que no pude dominar.
Me
levanto y me dirijo a la mesita, agarro el vaso y de un trago me bebo el ron que quedaba.
Lo aprieto con firmeza y decisión.
Allí
está, me mira, la muy zorra me mira y me sonríe.
Yo
también le devuelvo la sonrisa mientras, paso a paso, me acerco a ella. Pestañeo
y veo a la chica que conocí en Berlín. Vuelvo a pestañear y veo a “la criatura”.
Una arcada me recorre todo el cuerpo pero continúo hacia delante. Ella ya no me
presta atención, sigue tocándose las piernas, hasta que de golpe me paro en
seco y alza la mirada con aires de altivez. Me mira con sus ojos penetrantes y
esboza una sonrisa que me desconcierta. Mi cuerpo no responde, estoy
petrificado. De golpe un pinchazo agudo me traspasa todo el pecho y me
desvanezco en el suelo. La escena se diluye.
-¡¿Qué
me has hecho, zorra?! ¿¡Qué llevaba esa copa?!
-Student beats
teacher.